lunes, 30 de julio de 2018

Receta segura - Ángel María de Saavedra



Estudia poco o nada, y la carrera
acaba de abogado en estudiante,
vete, imberbe, a Madrid, y, petulante,
charla sin dique, estafa sin barrera.

Escribe en un periódico cualquiera;
de opiniones extremas sé el Atlante
y ensaya tu elocuencia relevante
en el café o en junta patriotera.

Primero concejal, y diputado
procura luego ser, que se consigue
tocando con destreza un buen registro;

no tengas fe ninguna, y ponte al lado
que esperanza mejor de éxito abrigue,
y pronto te verás primer ministro.



viernes, 27 de julio de 2018

Ojos divinos - Ángel María de Saavedra



Ojos divinos, luz del alma mía,
por la primera vez os vi enojados;
¡y antes viera los cielos desplomados,
o abierta ante mis pies la tierra fría!

Tener, ¡ay!, compasión de la agonía
en que están mis sentidos sepultados,
al veros centellantes e indignados
mirarme, ardiendo con fiereza impía.

¡Ay!, perdonad si os agravié; perderos
temí tal vez, y con mi ruego y llanto
más que obligaros conseguí ofenderos;

tened, tened piedad de mi quebranto,
que si tornáis a fulminarme fieros
me hundiréis en los reinos del espanto.



martes, 24 de julio de 2018

Mísero leño - Angel María de Saavedra



Mísero leño, destrozado y roto,
que en la arenosa playa escarmentado
yaces del marinero abandonado,
despojo vil del ábrego y del noto.

¡Cuánto mejor estabas en el soto,
de aves y ramas y verdor poblado,
antes que, envanecido y deslumbrado,
fueras del mundo al término remoto!

Perdiste la pomposa lozanía,
la dulce paz de la floresta umbrosa,
donde burlabas los sonoros vientos.

¿Qué tu orgulloso afán se prometía?
¿También burlarlos en la mar furiosa?
He aquí el fruto de altivos pensamientos.



sábado, 21 de julio de 2018

Angel María de Saavedra (Duque de Rivas) El álamo derribado



Gallardo alzaba la pomposa frente,
yedras y antiguas parras tremolando,
el álamo de Alcides, despreciando
la parada nube, y trueno y rayo ardiente;


cuando de la alta sierra de repente
desprendido huracán bajó silbando,
que el ancho tronco por el pie tronchando,
lo arrebató en su rápida corriente.


Ejemplo sea del mortal que en vano
se alza orgulloso hasta tocar la luna,
y se juzga seguro en su altiveza:


Cuando esté más soberbio y más ufano,
vendrá un contrario soplo de fortuna
y adiós oro, poder, favor, fortuna.



miércoles, 18 de julio de 2018

Angel María de Saavedra (Duque de Rivas) Letrilla



Decidme, zagales,
¿qué fuerza tendrán
los ojos de Lesbia,
que así me hacen mal?
Desde que los vide
ni sé descansar;
perdí mi reposo,
no puedo parar.
Sin duda que fuego
oculto tendrán,
pues, cuando me miran,
me siento abrasar.
Mas no da este fuego
incomodidad,
sino solamente...
no lo sé explicar.
Decidme, zagales,
¿qué fuerza tendrán
los ojos de Lesbia,
que así me hacen mal?



sábado, 14 de julio de 2018

Angel María de Saavedra (Duque de Rivas) La niña descoloría



Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

Nunca de amapolas
o adelfas ceñida
mostró Citerea
su frente divina.
Téjenle guirnaldas
de jazmín a sus ninfas,
y tiernas violas
Cupido le brinda.

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

El sol en su ocaso
presagia desdichas
con rojos celajes
la faz encendida.
El alba en oriente
más plácida brilla;
de cándido nácar
los cielos matiza.

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

¡Qué linda se muestra
si a dulces caricias
afable responde
con blanda sonrisa!
Pero muy más bellas
al amor convida
si de amor se duele,
si de amor respira.

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!

Sus lánguidos ojos
el brillo amortiguan;
retiemblan sus brazos:
su seno palpita;
ni escucha, ni habla,
ni ve, ni respira;
y busca en sus labios
el alma y la vida...

Pálida está de amores
mi dulce niña:
¡nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!



miércoles, 11 de julio de 2018

La antigualla de Sevilla - Angel María de Saavedra (Duque de Rivas)



Al Excmo. Sr. D. Mauel Cepero.

Romance primero

EL CANDIL

Más ha de quinientos años,
en una torcida calle,
que, de Sevilla en el centro,
da paso a otras principales,

cerca de la media noche,
cuando la ciudad más grande
es de un grande cementerio
en silencio y paz imagen,

de dos desnudas espadas
que trababan un combate,
turbó el repentino encuentro
las tinieblas impalpables.

El crujir de los aceros
sonó por breves instantes,
lanzando azules centellas,
meteoro de desastres.

Y al gemido : ¡ Dios me valga!
¡Muerto soy! y al golpe grave
de un cuerpo que a tierra, vino,
el silencio y paz renacen.

Al punto una ventanilla
de un pobre casuco abren,
y de tendones y huesos,
sin jugo, como sin carne,

una mano y brazo asoman,
que sostienen por el aire
un candil, cuyas destellos
dan luz súbita a la calle.

En pos un rostro aparece
de gomia o bruja espantable,
a que otra marchita mano
o cubre o da sombra en parte.

Ser dijérase la muerte
que salía a apoderarse
de aquella víctima humana
que acababan de inmolarle,

o de la, eterna justicia,
de cuyas miradas nadie
consigue ocultar un crimen,
el testigo formidable,

pues a la llama mezquina,
con el ambiente ondeante,
que dando luz roja al muro
dibujaba desiguales

los tejados y azoteas
sobre el obscuro celaje,
dando fantásticas formas
a esquinas y bocacalles,

se vio en medio del arroyo,
cubierto de lodo y sangre,
el negro bulto tendido
de un traspasado cadáver.

Y de pie a su frente un hombre,
vestido negro ropaje,
con una espada en la mano,
roja hasta los gavilanes.

El cual en el mismo punto,
sorprendido de encontrarse
bañada de luz, esconde
la faz en su embozo, y parte,

aunque no como el culpado
que se fuga por salvarse,
sino como el que inocente
mueve tranquilo el pie y grave.

Al andar, sus choquezuelas
formaban ruido notable,
como el que forman los dados
al confundirse y mezclarse.

Rumor de poca importancia
en la escena lamentable,
mas de tan mágico efecto,
y de un influjo tan grande

en la vieja, que asomaba
el rostro y luz a la calle,
que, cual si oyera el silbido
de venenosa ceraste,

o crujir las negras alas
del precipitado arcángel,
grita en espantoso aullido,
¡Virgen de los Reyes, valme!

Suelta el candil, que en las piedras
se apaga y aceite esparce,
y cerrando la ventana
de un golpe, que la deshace,

bajo su mísero lecho
corre a tientas a ocultarse,
tan acongojada y yerta,
que apenas sus pulsos laten,

por sorda y ciega haber sido
aquellos breves instantes,
la mitad diera gustosa
de sus días miserables,

y hubiera dado los días
de amor y dulces afanes
de su juventud, y dado
las caricias de sus padres,

Los encantos de la cuna,
y... en fin, hasta lo que nadie
enajena, la esperanza,
bien solo de los mortales:

Pues lo que ha visto la abruma,
Y la. aterra lo que sabe,
Que hay vistas que son peligros
Y aciertos que muerte valen.

Romance segundo

EL JUEZ

Las cuatro esferas doradas,
que ensartadas en un perno,
obra colosal de moros
con resaltos y letreros,

de la torre de Sevilla
eran remate soberbio,
do el gallardo Giraldillo
hoy marea el mudable viento

(esferas que pocos años
después derrumbó en el suelo
un terremoto) brillaban
del sol matutino al fuego,

cuando en una sala estrecha
del antiguo Alcázar regio,
que entonces reedificaban
tal cual hoy mismo lo vemos,

en un sillón de respaldo
sentado está el Rey Don Pedro,
joven de gallardo talle,
mas de semblante severo.

A reverente distancia,
una rodilla en el suelo,
vestido de negra toga,
blanca barba, albo cabello,

y con la vara de Alcalde
rendida. al poder supremo,
Martín Fernández Cerón
era emblema del respeto.

Y estas palabras de entrambos
recogió el dorado techo,
y la tradición guardólas
para que hoy suenen de nuevo:

R. ¿Conque en medio de Sevilla
amaneció un hombre muerto,
y no venís a decirme
que está ya el matador preso?

A. Señor, desde antes del alba,
en que el cadáver sangriento
recogí, varias pesquisas
inútilmente se han hecho.

R. Más pronta justicia, alcalde,
ha de haber donde yo reino,
y a sus vigilantes ojos
nada ha de estar encubierto,

A. Tal vez, señor, los judíos,
tal vez los moros, sospecho...
R  ¿Y os vais tras de las sospechas
cuando hay un testigo, y bueno?

"¿No me habéis, Alcalde, dicho,
que un candil se halló en el suelo
cerca del cadáver?... Basta,
que el candil os diga el reo.

A. Un candil no tiene lengua.
R, Pero tiénela su dueño.
y a moverla se le obliga
con las cuerdas del tormento.

"Y ¡vive Dios! que esta noche
ha de estar en aquel puesto
o vuestra cabeza,, Alcalde,
o la cabeza del reo.

El Rey, temblando de ira,
del sillón se alzó de presto,
y el juez alzóse de tierra
temblando también de miedo.

Y haciendo una reverencia,
y otra después, y otra luego,
salióse a ahorcar a Sevilla,
para salvarse, resuelto.

Síguele el Rey con los ojos,
que estuvieran en su puesto
de un basilisco en la frente,
según eran de siniestros;

y de satánica risa,
dando la expresión al gesto,
salió detrás del Alcalde
a pasos largos y lentos.

Por el corredor estuvo
en las alcándaras, viendo
azores y jerifaltes,
y dándoles agua y cebo.

Y con uno sobre el puño
salió a dirigir él mesmo
las obras de aquel palacio,
en que muestra gran empeño.

Y vio poner las portadas
de cincelados maderos,
y él mismo dictó las letras
que aun hoy notamos en ellos.

Después habló largo rato,
a solas y con secreto,
a un su privado, Juan Diente,
diestrísimo ballestero,

señalándole un retrato,
busto de piedra mal hecho,
que con corta semejanza
labró un peregrino griego.

Fue a Triana, vió las naves
y marítimos aprestos;
de Santa Ana entró en la iglesia
y oró brevísimo tiempo;

comió en la Torre de1 Oro,
a las tablas jugó luego
con Martín Gil de Alburquerque;
a caballo dio un paseo.

Y cuando el sol descendía,
dejando esmaltado el cielo
de rosa, morado y oro,
con nubes de grana y fuego,

tornó al Alcázar, vistióse
sayo pardo, manto negro,
tomó un birrete sin plumas
y un estoque de Toledo,

y bajando a 1os jardines
por un postigo secreto,
do Juan Diente le esperaba
entre murtas encubierto,

salió solo, y esto dijo
con recato al ballestero:
"Antes de la media noche
todo esté cual dicho tengo."

Cerró el postigo por fuera,
y en el laberinto ciego
de las calles de Sevilla
desapareció entre el pueblo.

Romance tercero

LA CABEZA

Al tiempo que en el ocaso
su eterna llama sepulta
el sol, y tierras y cielos
con negras sombras se enlutan.

De la cárcel de Sevilla,
en una bóveda obscura,
que una lámpara de cobre
más bien asombra que alumbra,

pasaba una extraña escena,
de aquellas que nos angustian
si en horrenda pesadilla
el sueño nos la dibuja.

Pues no semejaba cosa
de este mundo, aunque se usan
en él cosas harto horrendas,
de que he presenciado muchas,

sino cosa del infierno,
funesta y maligna junta
de espectros y de vampiros,
festín horrible de furias.

En un sillón, sobre gradas,
se ve en negras vestiduras
al buen Alcalde Cerón,
ceño grave, faz adusta.

A su lado, en un bufete
que más parece una tumba,
prepara un viejo Notario
sus pergaminos y plumas.

Y de aquella estancia en medio,
de tablas con sangre sucias,
se ve un lecho, y sus cortinas
son cuerdas, garfios, garruchas.

En torno de él dos verdugos
de imbécil facha y robusta,
de un saco de cuero aprestan
hierros de infaustas figuras.

Sepulcral silencio reina,
pues solamente se escucha
el chispeo de la llama
En la lámpara que ahuma

la bóveda, y de los hierros
que los verdugos rebuscan,
el metálico sonido
con que se apartan y juntan.

Pronto del severo Alcalde
la voz sepulcral retumba
diciendo : "Venga el testigo
que ha de sufrir la tortura."

Se abrió al instante una puerta,
por la que sale confusa
algazara, ayes profundos
y gemidos que espeluznan.

Y luego entre los sayones,
esbirros y vil gentuza,
de ademanes descompuestos
y de feroz catadura,

una vieja miserable,
de ropa y carne desnuda,
como un cuerpo que las hienas
sacan de la sepultura,

pues sólo se ve que vive
porque flacamente lucha
con desmayados esfuerzos,
porque gime y porque suda.

Arrástranla los sayones;
la confortan y la ayudan
dos religiosos franciscos,
caladas sendas capuchas,

y la algazara y estruendo,
con que satánica turba
lleva un precito a las llamas,
por la bóveda retumba.

Un negro bulto en silencio
también entra en la confusa
escena, y sin ser notado
tras de un pi1arón se oculta.

"Ven”, grita un tosco verdugo
con una risada aguda
”ven a casarte conmigo,
hecha está 1a cama, bruja."

Otro, asiéndole los brazos
con una mano más dura
que unas tenazas, le dice:
"No volarás hoy a obscuras."

Y otro, atándole las piernas:
"¿Y el bote con que te untas…?
Sobre la escoba a caballo
no has de hacer más de las tuyas."

Estos chistes semejaban
los aullidos con que aguzan
la hambre los lobos, al grito
de los cuervos que barruntan

los ya corrompidos restos
de una víctima insepulta;
la mofa con que los cafres
a su prisionero insultan.

Tienden en el triste lecho,
ya casi casi difunta
a la infelice; la enlazan
con ásperas ligaduras,

y de hierro un aparato
a su diestra mano ajustan,
que al impulso más pequeño
martirio espantoso anuncia.

Dice un sayón al alcalde:
"Ya está en jaula la lechuza,
y si aun a cantar se niega,
yo haré que cante o que cruja.

Silencio el Alcalde impone;
quédase todo en profunda
quietud, y sólo gemidos
casi apagados se escuehan.

Mujer, prorrumpe Cerón,
mujer, si vivir procuras,
declárame cuanto viste,
y te dará Dios ayuda.

Nada vi, nada, responde
la infeliz: por Santa Justa
juro que estaba, durmiendo;
no vi ni oí cosa alguna.

Replicó el juez: "Desdichada,
piensa, piensa lo que juras",
y tomando de las manos
del notario que le ayuda

un candil, "Mira, prosigue,
esta prenda que te acusa.
Di quién la tiró a la calle,
pues confesaste ser tuya."

La mísera se estremece,
trémula toda y convulsa,
y respondió desmayada:
"El demonio fué, sin duda."

Y tras de una, breve pausa :
"Soy ciega, soy sorda, y muda.
Matadme, pues 1o repito:
ni vi ni oí cosa alguna."

El juez, entonces de mármol,
con la vara al lecho apunta,
ase una cuerda el verdugo,
rechina allá una garrucha:

la mano de la infelice
se disloca y descoyunta,
y al chasquido de los huesos
un alarido se junta.

"¡Piedad, que voy a decirlo!"
grita con voz moribunda
la víctima, y al momento
suspéndese la tortura.

"Declara", el juez dice ; y ella,
Cobrando un vigor que asusta,
Prorrumpe: "El Rey fue...", y su lengua
en la garganta se anuda.

Juez, escribano, verdugos,
todos con la faz difunta,
oyen tal nombre temblando,
y queda la estancia muda.

En esto, el desconocido,
que, tras el pilar se oculta,
hacia el potro del tormento
el firme paso apresura,

haciendo sus choquezuelas,
canillas y coyunturas,
el ruido que los dados
cuando se chocan y juntan.

Rumor que al punto conoce
la infeliz, y se espeluzna,
y repite : "El Rey; sus huesos
así sonaron, no hay duda."

Al punto se desemboza
y la faz descubre adusta,
y los ojos como brasas
aquel personaje, a cuya

presencia, hincan la rodilla
cuantos la bóveda ocupan,
pues al Rey Don Pedro todos
conocen, y se atribulan.

Este saca de su seno
una bolsa, do relumbran
cien monedas de oro, y dice:
"Toma y socórrete, bruja.

"Has dicho verdad, y sabe
que el que a la justicia oculta
la verdad es reo de muerte
y cómplice de la culpa.

"Pero, pues tú la dijiste,
ve en paz ; el cielo te escuda.
yo soy, sí, quien mató al hombre,
mas Dios sólo a mí me juzga.

"Pero por que satisfecha
quede la justicia, augusta,
ya la cabeza del reo
allí escarmientos pronuncia."

Y era así; ya colocada
estaba la imagen suya
en la esquina do la muerte
dió a un hombre su espada aguda.

Del Candilejo la calle
desde entonces se intuía,
y el busto del rey Don Pedro
aun allí está y nos asusta.



sábado, 7 de julio de 2018

Rubia - Andrés Bello



¿Sabes, rubia, qué gracia solicito
cuando de ofrendas cubro los altares?
No ricos muebles, no soberbios lares,
ni una mesa que adule al apetito.

De Aragua a las orillas un distrito
que me tribute fáciles manjares,
do vecino a mis rústicos hogares
entre peñascos corra un arroyito.

Para acogerme en el calor estivo,
que tenga una arboleda también quiero,
do crezca junto al sauce el coco altivo.

¡Felice yo si en este albergue muero;
y al exhalar mi aliento fugitivo,
sello en tus labios el adiós postrero!


domingo, 1 de julio de 2018

La oración por todos - Andrés Bello



I

Ve a rezar, hija mía. Ya es la hora
de la conciencia y del pensar profundo:
cesó el trabajo afanador y al mundo
la sombra va a colgar su pabellón.
Sacude el polvo el árbol del camino,
al soplo de la noche; y en el suelto
manto de la sutil neblina envuelto,
se ve temblar el viejo torreón.
¡Mira su ruedo de cambiante nácar
el occidente más y más angosta;
y enciende sobre el cerro de la costa
el astro de la tarde su fanal.
Para la pobre cena aderezado,
brilla el albergue rústico; y la tarda
vuelta del labrador la esposa aguarda
con su tierna familia en el umbral.
Brota del seno de la azul esfera
uno tras otro fúlgido diamante;
y ya apenas de un carro vacilante
se oye a distancia el desigual rumor.
Todo se hunde en la sombra; el monte, el valle,
y la iglesia, y la choza, y la alquería;
y a los destellos últimos del día,
se orienta en el desierto el viajador.
Naturaleza toda gime: el viento
en la arboleda, el pájaro en el nido,
y la oveja en su trémulo balido,
y el arroyuelo en su correr fugaz.
El día es para el mal y los afanes.
¡He aquí la noche plácida y serena!
El hombre, tras la cuita y la faena,
quiere descanso y oración y paz.
Sonó en la torre la señal: los niños
conversan los niños
conversan con espíritus alados;
y los ojos al cielo levantados,
invocan de rodillas al Señor.
Las manos juntas, y los pies desnudos,
fe en el pecho, alegría en el semblante,
con una misma voz, a un mismo instante,
al Padre Universal piden amor.
Y luego dormirán; y en leda tropa,
sobre su cuna volarán ensueños,
ensueños de oro, diáfanos, risueños,
visiones que imitar no osó el pincel.
Y ya sobre la tersa frente posan,
ya beben el aliento a las bermejas
bocas, como lo chupan las abejas
a la fresca azucena y al clavel.
Como para dormirse, bajo el ala
esconde su cabeza la avecilla,
tal la niñez en su oración sencilla
adormece su mente virginal.
¡Oh dulce devoción que reza y ríe!
¡De natural piedad primer aviso!
¡Fragancia de la flor del paraíso!
¡Preludio del concierto celestial!

II

Ve a rezar, hija mía. Y ante todo,
ruega a Dios por tu madre: por aquella
que te dio el ser, y la mitad más bella
de su existencia ha vinculado en él;
que en su seno hospedó tu joven alma,
de una llama celeste desprendida;
y haciendo dos porciones de la vida,
tomó el acíbar y te dio la miel.
Ruega después por mí, más que tu madre
lo necesito yo... Sencilla, buena,
modesta como tú, sufre la pena,
y devora en silencio su dolor.
A muchos compasión, a nadie envidia,
la vi tener en mi fortuna escasa.
Como sobre el cristal la sombra, pasa
sobre su alma el ejemplo corruptor.
No le son conocidos...¡ni lo sean
a ti jamás! ... los frívolos azares
de la vana fortuna, los pesares
ceñudos que anticipan la vejez;
de oculto oprobio el torcedor, la espina
que punza a la conciencia delincuente,
la honda fiebre del alma, que la frente
tiñe con enfermiza palidez.
Mas yo la vida por mi mal conozco,
conozco el mundo, y sé su alevosía;
y tal vez de mi boca oirás un día
lo que valen las dichas que nos da.
Y sabrás lo que guarda a los que rifan
riquezas y poder, la urna aleatoria,
y que tal vez la senda que a la gloria
guiar parece, a la miseria va.
Viviendo, su pureza empaña el alma,
y cada instante alguna culpa nueva
arrastra en la corriente que la lleva
con rápido descenso al ataúd.
La tentación seduce; el juicio engaña;
en los zarzales del camino, deja
alguna cosa cada cual: la oveja
su blanca lana, el hombre su virtud.
Ve, hija mía, a rezar por mí, al cielo
pocas palabras dirigir te baste;
"Piedad, Señor, al hombre que criaste;
eres Grandeza; eres Bondad; ¡perdón!
Y Dios te oirá que cuál del ara santa
sube el humo a la cúpula eminente,
sube del pecho cándido, inocente,
al trono del Eterno la oración.
Todo tiende a su fin: a la luz pura
del sol, la planta; el cervatillo atado,
a cervatillo atado,
a la libre montaña; el desterrado,
al caro suelo que lo vio nacer;
y la abejilla en el frondoso valle,
de los nuevos tomillos al aroma;
y la oración en alas de paloma
a la morada del Supremo Ser.
Cuando por mí se eleva a Dios tu ruego,
soy como el fatigado peregrino,
que su carga a la orilla del camino
deposita y se sienta a respirar;
porque de tu plegaria el dulce canto
alivia el peso a mi existencia amarga,
y quita de mis hombros esta carga,
que me agobia de culpa y de pesar.
Ruega por mí, y alcánzame que vea,
en esta noche de pavor, el vuelo
de un ángel compasivo, que del cielo
traiga a mis ojos la perdida luz.
Y pura finalmente, como el mármol
que se lava en el templo cada día,
arda en sagrado fuego el alma mía,
como arde el incensario ante la cruz.

III

Ruega, hija, por tus hermanos,
los que contigo crecieron,
y en un mismo seno exprimieron,
y un mismo techo abrigó.
Ni por los que te amen sólo
el favor del cielo implores;
por justos y pecadores,
Cristo en la cruz expiró.
Ruega por el orgulloso
que ufano se pavonea,
y en su dorada librea,
funda insensata altivez;
y por el mendigo humilde
que sufre el ceño mezquino
de los que beben el vino
porque le dejen la hez.
Por el que de torpes vicios
sumido en profundo cieno,
hace aullar el canto obsceno
de nocturna bacanal.
Y por la velada virgen
que en su solitario lecho
con la mano hiriendo el pecho,
reza el himno sepulcral.
Por el hombre sin entrañas,
en cuyo pecho no vibra
una simpática fibra
al pesar y a la aflicción.
Que no da sustento al hambre,
ni a la desnudez vestido,
ni da la mano al caído,
ni da a la injuria perdón.
Por el que en mirar se goza
su puñal de sangre rojo,
buscando el rico despojo,
o la venganza cruel.
Y por el que en vil libelo
destroza una fama pura,
y en la aleve mordedura
escupe asquerosa hiel.
Por el que surca animoso
la mar de peligros, llena;
por el que arrastra cadena,
y por su duro señor.
Por la razón que leyendo,
en el gran libro, vigila;
por la razón que vacila:
por la que abraza el error.
Acuérdate en fin, de todos
los que penan y trabajan;
y de todos los que viajan
por esa vida mortal.
Acuérdate aun del malvado
que a Dios blasfemando irrita.
La oración es infinita:
nada agota su caudal.

IV

¡Hija! reza también por los que cubre
la soporosa piedra de la tumba,
profunda sima adonde se derrumba
la turba de los hombres mil a mil:
abismo en que se mezcla polvo a polvo,
y pueblo a pueblo; cual se ve a la hoja
de que el añoso bosque Abril despoja,
mezclar

la suya otro y otro Abril.
Arrodilla, arrodíllate en la tierra
donde segada en flor yace mi Lola,
coronada de angélica aureola;
do helado duerme cuanto fue mortal;
donde cautivas almas piden preces
que las restauren a su ser primero,
y purguen las reliquias del grosero
vaso, que las contuvo, terrenal.
¡Hija! cuando tú duermes, te sonríes,
y cien apariciones peregrinas,
sacuden retozando tus cortinas:
travieso enjambre, alegre, volador.
Y otra vez a la luz abres los ojos,
al mismo tiempo que la aurora hermosa
abre también sus párpados de rosa,
y da a la tierra el deseado albor.
¡Pero esas pobres almas!...¡si supieras
que sueño duermen!... su almohada es fría;
duro su lecho; angélica armonía
no regocija nunca su prisión.
No es reposo el sopor que las abruma;
para su noche no hay albor temprano;
y la conciencia, velador gusano,
les roe inexorable el corazón.
Una plegaria, un solo acento tuyo,
hará que gocen pasajero alivio,
y de que luz celeste un rayo tibio
logre a su oscura estancia penetrar;
que el atormentador remordimiento
una tregua a sus víctimas conceda,
y del aire, y el agua, y la arboleda,
oigan el apacible susurrar.
Cuando en el campo con pavor secreto
la sombra ves, que de los cielos baja,
la nieve que las cumbres amortaja,
y del ocaso el tinte carmesí:
en las quejas de aura y de la fuente
¿no te parece que una voz retiña?
una doliente retiña?
una doliente voz que dice: "Niña,
cuándo tú reces, ¿rezarás por mí?"
Es la voz de las almas. A los muertos
que oraciones alcanzan, no escarnece
el rebelado arcángel, y florece
sobre su tumba perennal tapiz.
Más ¡ay! los que yacen olvidados
cubren perpetuo horror, hierbas extrañas
ciegan su sepultura; a sus entrañas
¡árbol funesto enreda la raíz!
Y yo también, (no dista mucho el día)
huésped seré de la morada oscura,
y el ruego invocaré de un alma pura,
que a mi largo penar consuelo dé.
Y dulce entonces me será que vengas,
y para mí la eterna paz implores,
y en la desnuda loza esparzas flores,
simple tributo de amorosa fe.
¿Perdonarás a mi enemiga estrella,
si disipadas fueron una a una
las que mecieron tu mullida cuna
esperanzas de alegre porvenir?
Sí, le perdonarás; y mi memoria
te arrancará una lágrima, un suspiro
que llegue hasta mi lóbrego retiro,
y haga mi helado polvo rebullir.