¡Ah, pastores que veláis
por guardar vuestro rebaño,
mirad que os nace un Cordero,
hijo de Dios Soberano!
Viene pobre y despreciado,
comenzadle ya a guardar,
que el lobo os le ha de llevar
sin que le hayamos gozado.
—Gil, dame acá aquel cayado
que no me saldrá de mano,
no nos lleven al Cordero:
¿no ves que es Dios Soberano?
—Sonzas, que estoy aturdido
de gozo y de penas junto.
—¿Si es Dios el que hoy ha nacido,
cómo puede ser difunto?
—¡Oh, que es hombre también junto,
la vida estará en su mano!
Mirad que es este el Cordero,
hijo de Dios Soberano.
—No sé para qué le piden,
pues le dan después tal guerra.
—Mi fe, Gil, mejor será
que se nos torne a su tierra.
—Si el pecado nos destierra,
y está el bien todo en su mano,
ya que ha venido, padezca
este Dios tan Soberano.
—Poco te duele su pena.
¡Oh, cómo es cierto que al hombre,
cuando nos viene provecho,
el mal ajeno se esconde!
—¿No ves que gana renombre
de pastor de gran rebaño?
—Con todo, es cosa muy fuerte
que muera Dios Soberano.
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