Otra vez huele el bosque,
se ciernen las alondras, elevándose
con el cielo, que estaba pesado en nuestros hombros;
cierto es que se veía por las ramas el día
qué vacío que estaba;
pero tras de lluviosas tardes largos
vienen las horas nuevas,
soleadas de oro,
huyendo de las cuales, en fachadas lejanas,
todas las desgarradas
ventanas temerosas agitan sus batientes.
Luego se hace la calma. Hasta la lluvia
cae más queda en el brillo de la piedra, que en paz
se ensombrece. Los ruidos enteros se agazapan
en los fúlgidos brotes de las yemas.
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