Era la primavera, y Orbilio languidecía en Roma, enfermo, inmóvil:
entonces, las armas de un profesor sin compasión iniciaron una tregua:
los golpes ya no sonaban en mis oídos
y la tralla ya no cruzaba mis miembros con permanente dolor.
Aproveché la ocasión: olvidando, me fui a las campiñas alegres.
Lejos de los estudios y de las preocupaciones, una apacible alegría hizo renacer mi fatigada mente.
Con el pecho hinchado por un desconocido y delicioso contento,
olvidé las lecciones tediosas y los discursos tristes del maestro;
disfrutaba al mirar los campos a lo lejos y los alegres milagros de la tierra primaveral.
Cuando era niño, sólo buscaba los paseos ociosos por el campo:
sentimientos más amplios cabían ahora en mi pequeño pecho;
no sé que espíritu divino le daba alas a mis sentidos exaltados;
mudos de admiración, mis ojos contemplaban el espectáculo;
en mi pecho nacía el amor por los cálidos campos:
como antaño el anillo de hierro que al amante de Magnesia atrae, con una fuerza secreta,
atándolo sin ruido gracias a invisibles ganchos.
Mientras, con los miembros rotos por mis largos vagabundeos,
me recostaba en las verdes orillas de un río,
adormecido por su suave susurro, llevado por mi pereza y acunado por el concierto de
los pájaros y el hálito del aura,
por el valle aéreo llegaron unas palomas,
blanca bandada que traía en sus picos guirnaldas de flores cogidas por Venus,
bien perfumadas, en los huertos de Chipre.
Su enjambre, al volar despacioso, llegó al césped donde yo descansaba, tendido,
y batiendo sus alas a mi alrededor, me rodearon la cabeza, liándome las manos,
con una corona de follaje
y, tras coronar mis sienes con ramos de mirto aromado, me alzaron, por los aires,
cual levísimo fardo…
Su bandada me llevó por las altas nubes, adormecido bajo una fronda de rosas;
el viento acariciaba con su aliento mi lecho acunado suavemente.
Y en cuanto las palomas llegaron a su morada natal, al pie de una alta montaña,
y se alzaron con un vuelo rápido hasta sus nichos suspendidos,
me dejaron allí, despierto ya, abandonándome.
¡Oh dulce nido de pájaros!…
Una luz restallante de blancura, en tomo a mis hombros, me viste todo el cuerpo con sus
rayos purísimos:
luz en nada parecida a la penumbrosa luz que, mezclada con sombras,
oscurece nuestras miradas.
Su origen celeste nada tiene en común con la luz de la tierra.
Y una divinidad me sopla en el pecho un algo celeste y desconocido, que corre por mí como un río.
Y las palomas volvieron trayendo en su pico una corona de laurel trenzada
semejante a la de Apolo cuando pulsa con los dedos las cuerdas;
y cuando con ella me ciñeron la frente ,
el cielo se abrió y, ante mis ojos atónitos, volando sobre una nube áurea,
el mismo Febo apareció, ofreciéndome con su mano el plectro armonioso,
y escribió sobre mi cabeza con llama celeste estas palabras:
«SERAS POETA»…
Al oírlo, por mis miembros resbala un calor extraordinario, del mismo modo que, en su
puro y luciente cristal, el sol enardece con sus rayos la límpida fuente.
Entonces, también las palomas abandonan su forma anterior:
el coro de las Musas aparece, y suenan suaves melodías;
me levantan con sus blandos brazos,
proclamando por tres veces el presagio y ciñéndome tres veces de laureles.
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