En el comedor pardo, que perfumaba una
mezcla de olor de fruta y de barniz, a gusto,
me hice con un plato de no sé qué guisado
belga, y me arrellané en una enorme silla.
Mientras comía, oí el reloj ––feliz, quedo…
La cocina se abrió, inmensa bocanada,
––y la criada entró; y no sé bien por qué
llevaba el chal abierto y un peinado travieso.
Y mientras recorría con su dedo azorado
su cara, un terciopelo, durazno blanco y rosa,
haciendo un gesto ingenuo con su labio de niña,
colocaba los platos, junto a mí, serenándome.
Y luego, distraída, para ganarse un beso,
bajito: «toca, toca: me s’ha enfriao la cara…»
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